El Terror somos nosotros
31/05/2018
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Ni uno solo de los pedazos de hielo que aparecen en El Terror (la serie de televisión que se emitió entre marzo y mayo de 2018, del canal AMC) es auténtico, todo el rodaje se hizo en estudios en Hungría. Pero las imágenes transmiten muy bien la angustia de una comunidad humana bien dotada de tecnología atrapada por una naturaleza hostil, a la que terminan sucumbiendo todos y cada uno de los miembros de la expedición, hasta 129 hombres.
La expedición de Franklin en busca del paso del Noroeste y su desdichado fin fue uno de los hitos dramáticos del siglo XIX, como el naufragio del Titanic lo fue del XX, un desastre infligido por la naturaleza a una tecnología orgullosa. Julio Verne trató varias veces el asunto, como lo hicieron muchos otros, y el caso se revisó infinidad de veces intentando buscar una explicación: ¿cómo pudo desaparecer una expedición completa de 129 personas y dos barcos, con toda la tecnología de la época a su disposición?
La destrucción de la expedición completa fue muy paulatina, llevó probablemente cuatro años. Los hombres murieron por inanición, complicada por envenenamiento por compuestos tóxicos presentes en el agua y en las latas de conserva. Fueron incapaces de obtener alimento o energía de su entorno, y dependían única y exclusivamente del carbón (los barcos contaban con una pequeña máquina de vapor) y de los alimentos en conserva que llevaban consigo.
No resulta nada difícil trazar un parecido entre los desdichados marineros del Erebus y el Terror y nuestra sociedad. En ambos casos hay energía fósil, comida en conserva y compuestos tóxicos diseminados por el medio ambiente. El problema principal que comparten ambas sociedades es la incapacidad de adaptación al entorno, de hacer caso de la máxima de Bacon “la Naturaleza, para ser dominada, ha de ser obedecida”.
Los trajes de los expedicionarios proporcionaban menos aislamiento que los vestidos de piel de los inuit, con un peso mucho mayor. Su comida era monótona, demasiado salada y escasa de vitaminas. No pudieron contar con los trucos de los pueblos árticos para mantenerse sanos, por ejemplo comer hígado crudo de foca y ciertos líquenes. Se empeñaron en arrastrar barcas que pesaban varias toneladas por el hielo, un tarea titánica que agotó a los hombres, no contaban con las embarcaciones ultraligeras inuit, los kayaks individuales y los umiaks familiares. Tampoco dominaban el arte de construir refugios en el hielo, calentados con una lámpara de esteatita alimentada con grasa de foca.
Lo más irónico es que la tecnología avanzada de que disponía la expedición Franklin, principalmente las máquinas de vapor con que contaban los barcos, resolvieron al final el problema de abrir el paso del Noroeste. A base de quemar carbón y petróleo y de lanzar CO2 a la atmósfera, el calentamiento global que se ha puesto en marcha está descongelando el Ártico a buena marcha. En 2007 parece ser que el paso se abrió por primera vez completamente, y se especula con que en 2020 podría ser recorrido regularmente por barcos comerciales sin el auxilio de rompehielos. Seguramente más restos de la expedición Franklin sepultados hasta ahora bajo el hielo saldrán a la luz y arrojarán más luz sobre las causas de su terrible fin, y tal vez de cómo deberíamos cambiar nuestro rumbo para no acabar como ellos.
Jesús Alonso Millán